martes, 26 de julio de 2011

130 El día del padre

Poco a poco voy rehaciendo esta nueva vida, aprovechando los días de paternidad y las vacaciones. Me levanto lo más pronto que puedo, teniendo en cuenta que tampoco dormimos demasiado. Me voy a dar una vuelta con la bici, mientras saco al perro, así hago ejercicio y tomo el aire. Cuando llego a casa, me ducho, recojo si hay algo en la cocina o si hay ropa tendida; baño a la niña, le doy un paseo por el pasillo; preparo la comida; hago algún recado, juego con mi sobrina, hago pequeñas reparaciones del hogar...
Pero sobre todo, practico diferentes posturas con las que coger a la niña cuando llora, una vez bien descartado que pueda tener hambre. Camino con ella en brazos de un extremo al otro del pasillo, tratando de no desesperarme con sus llantos, inventando canciones y diciéndole que me la voy a comer. ¡Está tan tierna!. Todo para tratar de hacer que eructe o mueva los intestinos y libere esos gases de manera tan sonora como hace su padre. A veces llora tanto en mis brazos, que pienso que me tiene alergia o le molesta mi frondoso vello.
Casi siempre acaba eructando, llenando el pañal o vomitándome encima. Pero hay ocasiones en las que una vez librada de sus tensiones, sólo las tetas de su madre consiguen calmarla. Y después, por fin duerme. ¡Claro que a mí también me calmarían!. ¿Están de un buen ver, que... con mis ganas...! Encima he de seguir curándole los puntos y verla tan despatarrada, desnuda y teniendo que encararme a... ¡Bueno, qué voy a contar!. ¡Me pone! O mejor dicho: ¡Yo sólo me pongo!. Y Alguno de estos días, se ha acordado de mí, de que existo, de que ardo por dentro. Y posa para mi propio consuelo. Tampoco le pido más. Comprendo que esté cansada, que no tenga ganas de nada, pero eso sólo ya me satisface y descargo unas tensiones que no descargaría sino comiendo para ahogar la posible ansiedad que pueda correr por mis venas.

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