sábado, 4 de diciembre de 2010

013 Con el toro en la plaza

Después de pasar algún haciendo trabajitos manuales, ahora ella se acuerda de mí. Decido dejarme hacer. Pero hay que ir al grano que hace frío. ¡Hay que ver qué tetas!. Redondas, firmes y turgentes. ¡No parecen las suyas!. Por el momento no se le nota nada la barriga, de piel blanca, tan suave y tersa. Da gusto sólo mirarla o tocarla. Es como estar en el cielo, lo más bonito que me ha pasado nunca.
Me encanta acariciarla y contemplarla una vez tras otra; sentir como me invade el deseo como si no la hubiese probado nunca. Me encanta sentirme tan locamente atraído por ella y mirarla a la cara. Me encantan sus ojos que emiten una inocencia y una juventud que a veces me intimida.
Le pido que se acuerde más de mí. Ella habla de las angustias. "Cuando no estás bien, no tienes ganas de nada", acaba diciendo. Admito que soy un egoísta. Quiero lo mío sin importarme lo suyo.
Empieza a acariciarme la barriga, las piernas, pasando la mano suavemente. Siento cómo empieza a despertar esa erección que cobra cada vez más fuerza. Me encanta que me acaricie, que su mano roce escasamente mi área genital, como si estuviese de paso. Quisiera alargar estas sensaciones, pero también quiero "ir al grano".
No hay penetración. Tampoco hace falta. Igualmente me pone un preservativo para no "salpicar nada" y convertirlo en una actividad menos pringosa. Todo queda en un juego de manos que quisiera alargar al máximo, pero también quiero alcanzar el placer. Paradójicas emociones, pero este es mi momento y también quiero disfrutarlo al máximo. Intercambiamos las manos mientras la miro. Contemplo su preciosa barriga y esas mamas tan redondeadas y firmes hasta que me quedo satisfecho.

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